Monday, October 18, 2010

Nació con las piernas muy cortas y la cabeza enorme, de modo que los vecinos de Natuba pensaron que sería mejor para él y para sus padres que el Buen Jesús se lo llevara pronto ya que, de sobrevivir, sería tullido y tarado. Sólo lo primero resultó cierto. Porque, aunque el hijo menor del amansador de potros Celestino Pardinas nunca pudo andar a la manera de los otros hombres, tuvo una inteligencia penetrante, una mente ávida de saberlo todo y capaz, cuando un conocimiento había entrado a esa cabezota que hacía reír a las gentes, de conservarlo para siempre. Todo fue en él rareza: que naciera deforme en una familia tan normal como la de los Pardinas, que pese a ser un adefesio enclenque no muriera ni padeciera enfermedades, que en vez de andar en dos pies como los humanos lo hiciera a cuatro patas y que su cabeza creciera de tal manera que parecía milagro que su cuerpecillo menudo pudiera sostenerla. Pero lo que dio pie para que los vecinos de Natuba comenzaran a murmurar que no había sido engendrado por el amansador de potros sino por el Diablo, fue que aprendiera a leer y a escribir sin que nadie se lo enseñara.

No se llamaba León, sino Felicio, pero el sobrenombre, como ocurría a menudo en la región, una vez que prendió desplazó al nombre. Le pusieron León tal vez por burla, seguramente por la inmensa cabeza que, más tarde, como para dar razón a los bromistas, se cubriría en efecto de unas tupidas crenchas que le tapaban las orejas y zangoloteaban con sus movimientos. O, tal vez, por su manera de andar, animal sin duda alguna, apoyándose a la vez en los pies y en las manos (que protegía con unas suelas de cuero como pezuñas o cascos) aunque su figura, al andar, con sus piernas cortitas y sus brazos largos que se posaban en tierra de manera intermitente, era más la de un simio que la de un predador. La docena de hermanos y hermanas Pardinas lo evitaban y era sabido que no comía con ellos sino en un cajoncito aparte. Así, no conoció el amor paterno, ni el fraterno (aunque, al parecer, adivinó algo del otro amor) ni la amistad, pues los chicos de su edad le tuvieron al principio miedo y, luego, repugnancia. Lo acribillaban a pedradas, escupitajos e insultos si se atrevía a acercarse a verlos jugar. Él, por lo demás, rara vez lo intentaba. Desde muy pequeño, su intuición o su inteligencia sin fallas le enseñaron que, para él, los demás siempre serían seres reticentes o desagradados, y a menudo verdugos, de modo que debía mantenerse alejado de todos. Así lo hizo, por lo menos hasta el episodio de la acequia, y la gente lo vio siempre a prudente distancia, aun en las ferias y mercados.

El destino del hijo menor de Celestino Pardinas sufrió un vuelco decisivo el día que la hijita del hojalatero Zósimo, Almudia, la única que había sobrevivido entre seis hermanos que nacieron muertos o murieron a los pocos días de nacer, cayó con fiebre y vómitos. Los remedios y conjuros de Don Abelardo fueron ineficaces, como lo habían sido las oraciones de sus padres. El curandero sentenció que la niña tenía «mal de ojo» y que cualquier antídoto sería vano mientras no se identificara a la persona que la había «ojeado». Desesperados por la suerte de esa hija que era el lucero de sus vidas, Zósimo y su mujer Eufrasia recorrieron los ranchos de Natuba, averiguando. Y así llegó a ellos, por tres bocas, la murmuración de que la niña había sido vista en extraño conciliábulo con el León, a la orilla de la acequia que corre hacia la hacienda Mirándola. Interrogada, la enferma confesó, medio delirando, que esa mañana, cuando iba donde su padrino Don Nautilo, al pasar junto a la acequia, el León le preguntó si podía decirle una canción que había compuesto para ella. Y se la había cantado, antes de que Almudia escapara corriendo. Era la única vez que le habló, pero ella había advertido ya, antes, que, como de casualidad, se encontraba muy a menudo con el León en sus recorridos por el pueblo y algo, en su manera de encogerse a su paso, le hizo adivinar que quería hablarle.
Zósimo cogió su escopeta y rodeado de sobrinos, cuñados y compadres, también armados, y seguido de una muchedumbre, fue a la casa de los Pardinas, atrapó al León, le puso el cañón del arma sobre los ojos y le exigió que repitiera la canción a fin de que Don Abelardo pudiera exorcizarla. El León permaneció mudo, con los ojos muy abiertos, azogado. Después de repetir varias veces que si no revelaba el hechizo le haría saltar la inmunda cabezota, el hojalatero rastrilló el arma. Un brillo de pánico enloqueció, un segundo, los grandes ojos inteligentes. «Si me matas, no sabrás el hechizo y Almudia se morirá», murmuró su vocecita, irreconocible por el terror. Había un silencio absoluto. Zósimo transpiraba. Sus parientes mantenían a raya, con sus escopetas, a Celestino Pardinas y a sus hijos. «¿Me dejas ir si te lo digo?», volvió a oírse la vocecita del monstruo. Zósimo asintió. Entonces, atorándose y con gallos de adolescente, el León comenzó a cantar. Cantó —comentarían, recordarían, chismearían los vecinos de Natuba presentes y los que, sin estarlo, jurarían que lo habían estado — una canción de amor, en la que aparecía el nombre de Almudia. Cuando terminó de cantar, el León estaba con los ojos llenos de vergüenza. «Suéltame ahora», rugió. «Te soltaré después que mi hija se cure», repuso el hojalatero, sordamente. «Y si no se cura, te quemaré junto a su tumba. Lo juro por su alma.» Miró a los Pardinas —padre, madre, hermanos inmovilizados por las escopetas — y añadió en un tono que no admitía dudas: «Te quemaré vivo, aunque los míos y los tuyos tengan que entrematarse por siglos».
Almudia murió esa misma noche, después de un vómito en el que arrojó sangre.

Mario Vargas Llosa.

07:06 am, by thischarmingman1981

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