Escribo este post desde un café en Brooklyn, a una semana exactamente de haber llegado a Nueva York.
Ojalá fuera posible que todos los seres humanos experimentaran por una vez en su vida el no ser absolutamente nadie entre paisajes desconocidos y que la causa del maravilloso desencuentro fuera un sueño por hacer realidad.
Ahora mismo me parece que no existe mayor fortuna que la no pertenecia.
Todo es una sorpresa, imposible perder la capacidad de asombro, las personas, de cualquier color y sabor, las estaciones de metro, los conciertos, los grupos sobre el escenario, los aplausos. La gran cantidad de ciclistas, el calor desproporcionado del verano, la lluvia que agradecemos. Las monedas que no logro identificar, el cambio que acumulo en un botecito para no pasar verguenzas usándolo. Las personas que celebran mi nacionalidad sin haber ido a México jamás. Los debates políticos en las lavanderías. El ilimitado esfuerzo de los inmigrantes por mantener sus barrios tan arraigados comos se pueda en su cultura. La comida internacional. La heterogeneidad. Quienes te llevan hasta donde vas. El silencio inexistente. Los helados de yogurt, el café helado. El agresivo aire acondicionado. La infinidad de historias que escuchar. Cruzar en cámara lenta un puente hacia una isla donde incontables seres humanos hacen su vida. Ver agua cada día.
Constantemente olvido quién soy, quién era y a qué he venido. Si estoy aquí de paso o si tarde o temprano me acostumbraré.
Aquí todo sucede al mismo tiempo, “you have to let go the feeling that you are missing something”, me dicen.
“No tengo nada que ver conmigo mismo” – Oliveira.
(En Nueva York la leche de soya no se diluye en el café.)
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