Monday, November 15, 2010

Uno de los inventos más fecundos y remuneradores que el control social ha lanzado al mercado en los últimos años es el drogadicto. Pasto de sociólogos y psicólogos, de médicos y policías, de jueces, sacerdotes y políticos, esta dócil criatura mitológica “nuestro semejante y hermano, hipócrita lector” es sentimentalmente tan polivalente como un cuchillo de excursionista: infunde pánico, inspira compasión, suscita desprecio, merece castigo o readaptación, es objeto de estudio, simboliza y expresa como un logotipo penalizado los males de este siglo que le conjuró. Un interlocutor más sutil y melodramático definirá al drogadicto como “quien se deja esclavizar por las drogas”. La esclavitud, eso sí que es grave: desdichadamente, no resulta tan fácil precisar quién es esclavo, quién aficionado, quién amigo íntimo o simple aliado táctico.


Dejemos de lado la hipocresía mojigata: numerosísimos líderes políticos, grandes capitanes de industria, artistas, profesores de universidad y por supuesto policías y magistrados, toman habitualmente cocaína o heroína sin por ello hacer cosas más raras o reprobables que el resto de la población. No sé si tomar unas copas o pincharse de cuando en cuando mejora a nadie; admito que la salud pueda resentirse; pero el que cualquiera se convierta por ese medio en una piltrafa babeante de forma obligatoria es obviamente falso. Los hay que van al fútbol a pegarse con el vecino por un quítame allá ese gol y los que disfrutan olímpicamente del espectáculo: a unos la pasión futbolística les sienta mejor y a otros peor. Hace falta mucha química para convertir en piltrafa a quien no tiene vocación, mientras que sin química ninguna puede esclavizarse a multitudes.


Los valores de nuestra civilización los inventaron unos piratas mediterráneos cuyos ritos más sagrados de inmortalidad se iniciaban bebiendo un secreto brebaje alucinatorio; fueron reforzados por la aportación de una secta herética judía que tenía, como ceremonia fundamental, la ingestión de vino y una oblea de poderes mágicos espirituales; se han completado a través de los años con aportaciones de poetas, artistas y pensadores aficionados al vino, a la absenta, al ajenjo, al láudano, al éter, al opio, a la ginebra, etc. No, no es la defensa de la civilización lo que esa prohibición consigue, sino el auge de un negocio tan fabuloso que sus perseguidores y denunciadores oficiales son a fin de cuentas los menos interesados en que acabe jamás, lo que indefectiblemente ocurriría si (y sólo si) se legalizasen las drogas.


Añádase todo esto la invención científico-mítico-penal del drogadicto como chivo expiatorio posmoderno, y tendremos una de las prohibiciones más fecundas en consecuencias útiles al poder desde aquella famosa de la manzana en el primer jardín.

FERNANDO SAVATER

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